jueves, 11 de febrero de 2010

Vaivén

Aquí estoy.
Aquí es un espacio tan chiquito, y en él me siento tan ancha y atrevida.
Mi ventana es el hilo que une a esta mínima existencia y todo lo demás: las luces, el viento que golpea mis persianas y aquél árbol que parece querer tocarme, el infinito lleno de estrellas y caminos, horizonte inacabable, seductora línea.
Ladra un perro, pasan los hombres como puntitos diminutos. Un viejo auto carraspea.
Y yo, desde aquí arriba y en esta noche, me estoy diciendo que es todo lo que ahora quiero.
Pero no todas las noches. Hay noches en las que no me alcanzo ni me sirvo y no hay vientos, ni ventanas, ni infinitos capaces de quitarme una sola gota.
Ahora, mi hogar está desnudo y yo vestida con mi deseo; ahora, siento que el rio de los sueños se derrama sobre el sillón en forma de finos dedos que hablan, expresan, cantan, añoran, y están tocando -como si fuera cierto- algún sendero polvoriento, volcanes, quebradas y hasta la piel de un hombre que se queda, en alguna parte.
Todo fluye de la nada, sin esfuerzo ni agonía.
Todo esfuerzo lleva a la nada y a nadie.
Y ya no me enfado con mi ausencia de palabras y de goces -cuando nada tengo para decir ni sentir- solo soy y me espero.
Me quedo pensando en la retirada, en ese irme, irme, irme, para lograr volver.
Buscando-me.
En ese vaciarme para hallar el regocijo en las aguas que me habrán de llenar.
Buscando-te.
En ese despojo necesario de ruidos, palabras, lugares y sensaciones repetidas que una y otra vez me asalta, cubriendo mis jardines de estatuas y de rejas; y al final (o al comienzo?), inevitablemente, dulcemente, la explosión del regreso, el espejo, la llave, la sonrisa, la brisa en la cara, las ganas, el perdón, las alas, el olvido.

Como un vaivén saludable.


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