Sabía lo que iba a buscar cuando entré en la Librería Hernández de la Calle Corrientes. No era Borges, esta vez. Era Roberto Arlt y un título específico: Aguafuertes Porteñas.
Porqué? Porque encajaba perfectamente en mi motivación de este último viaje: descubrir el auténtico espíritu porteño.
Quizás, en estos tiempos que corren, hablar de un auténtico espíritu porteño descubierto a través de un escritor que lo describió hace más de setenta años, suene un poco descabellado. Pero después de leer el libro, estoy convencida de la plena vigencia que estas "aguafuertes" aún tienen a la hora de pintar ciertos personajes que deambulan por los barrios porteños.
Me tentó la idea de leer el prólogo sin saber quien lo escribía y en él encontré declaraciones tales como: " La obra de Arlt puede ser un ejemplo de carencia de autocrítica. De sus nueve cuentos recogidos en libros, éste lector envidia dos: Las Fieras, Ester Primavera y desprecia el resto.
Su estilo es con frecuencia enemigo personal de la gramática. Las Aguafuertes Porteñas son, en su mayoría, perfectamente desdeñables.
Las objeciones siguen pero éstas son las principales y bastan. Los anteriores argumentos del abogado del diablo son, repetimos, irrebatibles. Seguimos profunda, definitivamente convencidos de que si algun habitante de estas humildes playas logró acercarse a la genialidad literaria, llevaba por nombre Roberto Arlt. No hemos podido nunca demostrarlo. Nos ha sido imposible abrir un libro suyo y dar a leer el primer capítulo o la página o la frase capaces de convencer al contradictor. Desarmados, hemos preferido creer que la suerte nos había provisto, por lo menos, de la facultad de la intuición literaria. Y este don no puede ser transmitido."
Eran palabras de Juan Carlos Onetti. Y las dudas que tuve al comienzo de la lectura del prólogo, se habían disipado.
En “Aguafuertes Porteñas”, Roberto Arlt se pone en la piel de ciertos personajes bonaerenses para hablarnos de
la idiosincracia
de un pueblo que habita del otro lado del charco, en los años cuarenta, con todas las similitudes que nos hermanan y en las que Onetti, seguramente, también se ha visto reflejado.
"Las aguafuertes aparecían, al principio, todos los martes (en el diario El Mundo) y su éxito fue excesivo para los intereses del diario. El director, Muzzio Sáenz Peña, comprobó muy pronto que El Mundo, los martes, casi duplicaba la venta de los demás días. Entonces resolvió despistar a los lectores y publicar las "Aguafuertes" cualquier día de la semana. En busca de Arlt no hubo más remedio que comprar El Mundo todos los días, del mismo modo que se persiste en apostar al mismo número de lotería con la esperanza de acertar."
Arlt, a través de un pintoresco relato, retrata fielmente al hombre común de barrio en todas sus miserias y fortunas, logrando una obra que bien podría compararse con un cuadro en el que desfilan los más auténticos personajes porteños: el fiacún, el squenun, el que se tira a muerto, el garronero, el vagabundo, el soltero empedernido, el hombre corcho, el político cínico, la nena que desprecia a su insignificante enamorado y desvaloriza el paso del tiempo, las muchachas de los atados en la cabeza, las madres, los ladrones, el latero, los padres negreros.
En esta identidad porteña pintada por Arlt, se olfatea una identidad prestada, que viene muy de atrás, de los antepasados que heredamos los rioplatenses de italianos y españoles y ambas confluyen en lo que hoy somos ambos pueblos de aquí y de allá, una mixtura de culturas que rinden culto a la vagancia, a la "viveza criolla", a la melancolía, al lento transcurrir del tiempo sentados en una "atrapadora y engrupidora" silla, ubicada en la puerta de cualquier barrio cuando el verano llega.
¿Quién no reconoce a esos personajes? ¿Quién no se ha visto reflejado en alguno de ellos?
Solo hay que leer y encontrarse.
Y para muestra, basta un botón:
El Placer de Vagabundear.
"Comienzo por declarar que creo que para vagabundear se necesitan
excepcionales condiciones de soñador. Ya lo dijo el ilustre Macedonio
Fernández: "No toda es vigilia la de los ojos abiertos".
Digo
esto porque hay vagos, y vagos. Entendámonos. Entre el "crosta" de
botines destartalados, pelambre mugrientosa y enjundia con más grasa que
un carro de matarife, y el vagabundo bien vestido, soñador y
escéptico, hay más distancia que entre la Luna y la Tierra.
Salvo que ese vagabundo se llame Máximo Gorki, o Jack London, o Richepin.
Ante
todo, para vagar hay que estar por completo despojado de prejuicios y
luego ser un poquitín escéptico, escéptico como esos perros que tienen
la mirada de hambre y que cuando los llaman menean la cola, pero en vez
de acercarse, se alejan, poniendo entre su cuerpo y la humanidad, una
respetable distancia.
Claro está que nuestra ciudad no es de las más apropiadas para el atorrantismo sentimental, pero ¡qué se le va a hacer!
Para
un ciego, de esos ciegos que tienen las orejas y los ojos bien
abiertos inútilmente, nada hay para ver en Buenos Aires, pero, en
cambio, ¡qué grandes, qué llenas de novedades están las calles de la
ciudad para un soñador irónico y un poco despierto! ¡Cuántos dramas
escondidos en las siniestras casas de departamentos! ¡Cuántas historias
crueles en los semblantes de ciertas mujeres que pasan! ¡Cuánta
canallada en otras caras! Porque hay semblantes que son como el mapa
del infierno humano. Ojos que parecen pozos. Miradas que hacen pensar
en las lluvias de fuego bíblico. Tontos que son un poema de
imbecilidad.
Granujas que merecerían una estatua por
buscavidas. Asaltantes que meditan sus trapacerías detrás del cristal
turbio, siempre turbio, de una lechería. El profeta, ante este
espectáculo, se indigna. El sociólogo construye indigestas teorías. El
papanatas no ve nada y el vagabundo se regocija. Entendámonos. Se
regocija ante la diversidad de tipos humanos. Sobre cada uno se puede
construir un mundo. Los que llevan escritos en la frente lo que
piensan, como aquellos que son más cerrados que adoquines, muestran su
pequeño secreto... el secreto que los mueve a través de la vida como
fantoches.
A veces lo inesperado es un hombre que piensa
matarse y que lo más gentilmente posible ofrece su suicidio como un
espectáculo admirable y en el cual el precio de la entrada es el terror
y el compromiso en la comisaría seccional. Otras veces lo inesperado
es una señora dándose de cachetadas con su vecina, mientras un coro de
mocosos se prende de las polleras de las furias y el zapatero de la
mitad de cuadra asoma la cabeza a la puerta de su covacha para no
perder el plato.
Los extraordinarios encuentros de la calle. Las
cosas que se ven. Las palabras que se escuchan. Las tragedias que se
llegan a conocer. Y de pronto, la calle, la calle lisa y que parecía
destinada a ser una arteria de tráfico con veredas para los hombres y
calzada para las bestias y los carros, se convierte en un escaparate,
mejor dicho, en un escenario grotesco y espantoso donde, como en los
cartones de Goya, los endemoniados, los ahorcados, los embrujados, los
enloquecidos, danzan su zarabanda infernal.
Porque, en
realidad, ¿qué fue Goya, sino un pintor de las calles de España? Goya,
como pintor de tres aristócratas zampatortas, no interesa. Pero Goya,
como animador de la canalla de Moncloa, de las brujas de Sierra
Divieso, de los bigardos monstruosos, es un genio. Y un genio que da
miedo.
Y todo eso lo vio vagabundeando por las calles.
La
ciudad desaparece. Parece mentira, pero la ciudad desaparece para
convertirse en un emporio infernal. Las tiendas, los letreros
luminosos, las casas quintas, todas esas apariencias bonitas y
regaladoras de los sentidos, se desvanecen para dejar flotando en el
aire agriado las nervaduras del dolor universal. Y del espectador se
ahuyenta el afán de viajar. Más aún: he llegado a la conclusión de que
aquél que no encuentra todo el universo encerrado en las calles de su
ciudad, no encontrará una calle original en ninguna de las ciudades del
mundo. Y no las encontrará, porque el ciego en Buenos Aires es ciego en
Madrid o Calcuta...
Recuerdo perfectamente que los
manuales escolares pintan a los señores o caballeritos que callejean
como futuros perdularios, pero yo he aprendido que la escuela más útil
para el entendimiento es la escuela de "la calle, escuela agria, que
deja en el paladar un placer agridulce y que enseña todo aquello que
los libros no dicen jamás. Porque, desgraciadamente, los libros los
escriben los poetas o los tontos.
Sin embargo, aún pasará
mucho tiempo antes de que la gente se dé cuenta de la utilidad de
darse unos baños de multitud y de callejeo. Pero el día que lo aprendan
serán más sabios, y más perfectos y más indulgentes, sobre todo. Sí,
indulgentes. Porque más de una vez he pensado que la magnífica
indulgencia que ha hecho eterno a Jesús, derivaba de su continua vida
en la calle. Y de su comunión con los hombres buenos y malos, y con las
mujeres honestas y también con las que no lo eran."